jueves, 21 de octubre de 2010

EL VAGO DE COZ.

En la antigua ciudad de Coz, de la que ya no queda un solo recuerdo, gobernaba un adivino muy astuto. Toda la población trabajaba salvo él, grandísimo vago, que ejercía de enlace psicoastral. Cada día obligaba a algún desdichado ciudadano a competir contra él en un extraño concurso. El aspirante debía formular al adivino una pregunta acerca de algún suceso futuro cuya respuesta debía ser "sí" o "no". En caso de que el vago acertase la repuesta, el concursante se convertía en su esclavo de por vida. Si el adivino errase la respuesta, éste sería depuesto y condenado a rebuznar durante mil años. Por desgracia para los vecinos, el vago poseía un dilucidador de energía pura, un aparato que funcionaba mediante la magia capaz de anticipar el futuro con toda exactitud. Si usted fuera el próximo rival del gran vago.

¿qué ocurrencia desearía formular?

 

Los trucos ya fueron dados.

"¡Hagan juego, señores!" - repetía el viejo Sigmundo Fraud, conocido feriante de la ciudad de Las Pegas. Un hombre muy rico que conocía bien la tendencia de los humanos a buscar atajos rápidos en la carrera del lucro. "¡Hagan juego, señores!. Aquí tengo cuatro dados. Usted elige uno y yo escojo otro. Quien saque mayor puntuación gana la apuesta. Y además le permito que usted elija primero su dado" - recitaba el incansable. Yo estaba apoyado sobre un banco del paseo comiendo un gran bocadillo de chorizo, y observaba a los transeúntes que acudían al reclamo de Fraud. El juego se me antojaba injusto, porque quizá habría un dado mejor que los otros y sólo el viejo sabría cuál era. "No podrá ganarme muchas veces más" - se consolaba un joven arrogante que llevaba perdidas diez de quince apuestas. Éste iba anotando todos los resultados con el propósito, supuse, de averiguar cuál fuera el mejor de los cuatro dados. La longitud de mi bocadillo permitió que mi curiosidad se inquietase observando aquella escena. Había algo raro, casi mágico, en aquel duelo singular: el joven disponía de la ventaja de poder elegir dado antes que el viejo, y escogía cada uno con la misma frecuencia que los demás. ¡Pero el viejo Fraud también usó cada uno de los cuatro dados el mismo número de veces! Parecía como si no tuviese predilección por ningún dado en particular. Y, no obstante, después de unas cien partidas Fraud había ganado en más de sesenta y cinco ocasiones. Una vez que el joven se hubo retirado, el feriante me retó : "Oiga, usted, el del bocadillo, ¿quiere apostar contra mi?". "¿A cómo paga las apuestas?" - fingí interesarme, pues no llevaba un duro en el bolsillo. "Puede usted ganar tanto como arriesgue" - replicó convincente. Me acerqué y observé detenidamente los dados. El primer dado tenía grabados en sus caras los números 43, 44, 60, 61, 62 y 63. El segundo dado contenía 53, 54, 55, 56, 57 y 58. El tercer dado mostraba 48, 49, 50, 51, 67 y 68. Y en el cuarto dado estaban 45, 46, 47, 64, 65 y 66. Después de un minuto de meditación y masticación resolví: "Acepto. Pero usted elige primero su dado". Sigmundo Fraud me sonrió malicioso. Y después, ignorándome, volvió a gritar hacia el gentío: "¡Hagan juego, señores...!" Sacudiéndome las últimas migajas sobre sus dados, me alejé despacio pensando: "¡Qué chorizo tan curado!".

¿Acertarás, paciente lector, en comprender la estrategia del feriante?

 


 

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