jueves, 21 de octubre de 2010

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No he entendido algunas voces que, en señal de protesta por la demanda que Íngrid Betancourt intentó entablar contra el Estado, anunciaron que no leerían el libro “No hay silencio que no termine”, donde ella narra su vida de cautiverio en poder de las Farc. Por el contrario, la mejor manera de enterarnos de los métodos de tortura empleados por el grupo guerrillero es leyendo esta obra de espeluznante patetismo.
Libro conmovedor, de la primera a la última página. A medida que avanzaba en las 710 páginas que contiene el relato (formado por capítulos breves y frases ágiles), cada vez me convencía más de la gran capacidad de narradora –con talento de novelista e impresionante poder de reflexión y análisis– que Íngrid Betancourt pone en evidencia en su obra magistral. El libro le salió del alma, y por eso está escrito con alto grado de realismo, espontaneidad y sinceridad, e incluso de nobleza frente a los vejámenes de que fue víctima.
Le puso como condición a la editorial que ella lo escribiría sola, sin necesidad de un asesor profesional. Durante largo tiempo se refugió en un sitio solitario,  donde aislada de interferencias se impuso un régimen riguroso de disciplinas. Serenó el espíritu para poder pensar. Al frente le quedaba la nieve, buscada por ella misma como cortina mágica para alejar el verde de la naturaleza que le recordaría a la selva, para de esa manera purificar el alma y hacer fluir el pensamiento.
Paso a paso y valiéndose de su portentosa memoria e imaginación, en el libro recorre trochas, ríos, campamentos, lugares atroces y nauseabundos. Abre para el país la verdad que se esconde en las profundidades de las selvas vírgenes convertidas en cárceles infamantes, donde a merced del oprobio, la humillación y los actos de fuerza, los prisioneros pierden la dignidad humana y son tratados peor que animales. Leyendo estas páginas, pensaba yo en los campos nazis de concentración y en el diario de Ana Frank.
El alma poética que existe en Íngrid Betancourt dibuja los paisajes de la jungla con fascinantes pinceladas que por momentos alejan al lector del horizonte de crueldad que allí se vive, y hasta le crean la ficción de hallarse en la selva embrujada de La vorágine. La propia descripción de las culebras, las fieras, los cocodrilos, las tarántulas e infinidad de alimañas salvajes está hecha con mano maestra. Tal vez la autora está fugada de la literatura. Cambiar hoy la política por la literatura sería un destino ideal.
Es inaudito que las fieras humanas que han mantenido en prisión a tantos colombianos inocentes, y se han ensañado con el suplicio hasta límites impensables, no recapaciten en que deben frenar su odio contra la sociedad. Quizá los testimonios de quienes salen a la libertad formen al fin en ellos la conciencia de que por las armas y el tráfico de drogas nada conseguirán, fuera del repudio de los colombianos.

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